martes, 25 de enero de 2011

La experiencia de Dios

La experiencia de Dios es intransferible. Uno puede contar a los demás acerca de lo que vive, pero eso debe ser un motor para que el otro haga su propia experiencia.

Estuve de vacaciones en el mar. Caminaba una mañana por la playa con dos amigas mías, y me separé de ellas, que seguían conversando de sus cosas. Me acerqué a la orilla y vi una pequeña ave que corría mojando sus largas patas, desproporcionadas para el tamaño de su cuerpo.

Cuando yo me detenía a observarla, ella se detenía, como si me observara a mí. Cuando yo avanzaba, ella también. Estuve contemplando esa maravilla, que era para mí un regalo de Dios, sin pensar en nada por un rato, más que estar asombrada y agradecida.

En un momento, quise compartir eso con mis amigas, y giré la cabeza para decirles. Iban lejos y no hablé. Cuando volví mi mirada, el ave había desaparecido. Debe haber remontado vuelo, pero no lo vi, ni escuché el aleteo, a pesar de que estaba cerca.

Comprendí que no podía compartir con mis amigas la experiencia, y no les conté nada. Sólo hubieran entendido si hubieran estado allí, atentas.

Para vivir a Dios, simplemente hay que estar, y el estar es una decisión personal.

Lo que uno puede hacer es decirle al otro que se anime a vivir de un modo contemplativo, con atención al presente, único tiempo en el que Dios se manifiesta, y que con Su Presencia y sus regalos es la fuente de verdadera alegría, siempre que el otro lo quiera escuchar.