La meditación es un momento de soledad, de silencio y de quietud.
La paradoja es que cuanto más medito, más me veo impulsada hacia los demás.
O sea que esa soledad no es vacía. El Amor que habita en mi centro me guía al encuentro de la gente.
¿Qué me conduce cada semana a salir de mi casa y viajar, para meditar con los que asisten a los grupos donde estoy? ¿Qué me une a ellos? ¿Qué los impulsa a ellos a ir?
Este camino no es pasivo, a pesar de no estar haciendo nada cuando medito. Eso lo puedo comprobar en el día a día.
Es como que hay mucho en ese aparente no hacer nada. Porque entonces el Amor puede actuar en mí. Es como permitir que se vayan derribando en mí los muros que me impiden amar.
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