lunes, 29 de octubre de 2007

Despedida de una compañera silenciosa

Una mujer joven, muy delgada, siempre bien vestida, se hacía presente en la Capilla donde suelo ir. Iba mucha veces acompañada por su madre. Se llamaba Vanina.

He meditado en ese lugar desde hace algún tiempo, y ella siempre estaba cerca, en silencio. Nos saludábamos cada vez, y nada más que eso.
Ayer tuve la noticia de su fallecimiento. Fue su mamá desconsolada la que me lo dijo. Una corriente de amor me surgió desde el interior, por esa mujer casi desconocida, que lloraba abrazada muy fuerte a mí, y me sentí unida a Vanina, ausente físicamente, pero presente de otro modo.

Percibí el grado en que la meditación une, creando lazos de amor muy fuertes entre las personas, sin que siquiera nos demos cuenta en el momento.
Tan fuertes son, que no los disipan las ausencias, ni siquiera la muerte, ya que en el silencio transcurren la eternidad y la inmensidad. Todo está presente en ese momento sublime en el que paradójicamente nos tuvimos que dejar de lado para entrar. Todo adquiere sentido y consistencia en ese mundo interior sin palabras.

Esta mañana, al meditar, llegué a tocar una zona de vacío aún más profundo que otras veces, un abismo que me causó vértigo en un comienzo. Pero de él brotaba ese amor, y me quedé quieta, sumergida, como flotando allí.

No hacían falta palabras, ni los por qué que surgen ante estas muertes de personas jóvenes. Todo estaba explicado, aceptado, asumido y hasta amado.

Sólo estaban el silencio... y el abismo....

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