sábado, 22 de diciembre de 2007

PESEBRE

Cuando contemplo el pesebre, quedo abismada y muda. ¡Tanto amor gratuito de Dios hacia el hombre, hacia mí! El corazón se me ensancha y puedo amar a más hermanos, porque tomo un pedacito del corazón del Niño, que es todo amor.

Cuando contemplo el pesebre, se produce una revolución dentro de mí. Porque mis criterios mundanos imaginan que un Rey debería nacer en un palacio y ser arropado con ropas vistosas y lujosas, y en cambio me encuentro con una cunita al desamparo, “porque no había lugar para Él en las casas de los hombres”.

Cuando contemplo el pesebre, se desarma mi soberbia, porque Dios nace en la más profunda pobreza, sin casa ni doctores ni enfermeras, sólo los ojos inocentes de los animales que lo acompañan.

Cuando contemplo el pesebre, mi corazón de madre palpita con emoción, como cuando nació mi hijo; y como María, guardo dentro de mí ese tesoro que tenemos las madres en nuestro ser profundo: el gestar y dar a luz.

Cuando contemplo el pesebre, todo parece volverse más sencillo, y me resultan absurdas las preocupaciones artificiales que a veces me absorben. Todo queda pequeño frente a tanta grandeza hecha sencillez y pobreza.

Cuando contemplo el pesebre, el Niño me sonríe porque sabe que lo estoy mirando. Los ojos de mi alma ven su sonrisa y todo en mí se llena de luz.

Cuando contemplo el pesebre, a veces el Niño llora, y entonces me vienen a la memoria los versos de San Juan de la Cruz: “Y la Madre estaba en pasmo, de que tal trueque veía: el llanto del hombre en Dios, y en el hombre la alegría”.

Cuando contemplo el pesebre, la madre me enseña su entrega y su disponibilidad; y al ver el fruto de sus virtudes en la Nueva Vida, me anima a entregarme también yo un poquito más.

Cuando contemplo el pesebre, la santidad de José me deja sin palabras. Sólo el silencio puede contener el profundo amor de Dios en una criatura, y por eso José era silencioso.

Pero lo más admirable es que puedo contemplar el pesebre todo el año, dentro de mí, si se lo dejo construir al Señor, y hacer de mi interior una cuna para recibir a Jesús en cada momento, Jesús Niño, y también Jesús Hombre, Jesús Amor.

No puedo expresar sin embargo, y las palabras se han quedado cortas, lo que acontece dentro de mí, cuando contemplo el pesebre, y eso se repite y se confunde con lo que pasa en mí en un rato de meditación silenciosa.

Porque en realidad, pesebre, centro profundo, y también Cruz, son una misma cosa: pobreza y silencio, amor incondicional
Navidad 2004.

Ahora, en el 2007, puedo comprobar que mi pesebre interior tiene cada vez menos cosas, ya que en Él sólo está Jesús, no el Niño tan solo, sino todo Él, el Jesús presente en la vida de los hombres, el que se quedó.

Que nuestro ser sea ese pesebre para recibirlo todos los días de nuestra vida, y que al entrar en él, en cada meditación, podamos gozar de su infinita ternura.

Porque su AMOR es el único que nos da la plenitud total.

Sólo en Él podemos amar de verdad.

¡FELIZ NAVIDAD PARA TODOS!!



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